21/5/18

Jorge Luis Borges: Historia de los ángeles







Dos días y dos noches más que nosotros cuentan los ángeles: el Señor los creó el cuarto día y entre el sol recién inventado y la primera luna pudieron balconear la tierra nuevita que apenas era unos trigales y unos huertos cerca del agua. Estos ángeles primitivos eran estrellas. A los hebreos era facilísimo el maridaje de los conceptos ángel y estrella: elegiré, entre muchos, el lugar del Libro de Job (capítulo treinta y ocho, versillo séptimo) en que el Señor habló de entre el torbellino y recordó el principio del mundo cuando me cantaron juntamente estrellas de aurora y se regocijaron todos los hijos de Dios. La versión es la literalísima de Fray Luis y es fácil advertir que esos hijos de Dios y estrellas cantoras valen por ángeles. También Isaías (capítulo catorce, versillo doce) llama lucero de la mañana al ángel caído, frase que no olvidó Quevedo al decirle lucero inobediente, ángel amotinado. Esa igualación de estrellas y de ángeles (tan pobladora de la soledad de las noches) me parece linda y es galardón de los hebreos el haber vivificado de almas los astros, enalteciendo a vitalidad su fulgor.
A lo largo del Antiguo Testamento hay caterva de ángeles. Hay ángeles borrosos que vienen por los caminos derechos de la llanura y cuyo sobrehumano carácter no es adivinable en seguida; hay ángeles forzudos como gañanes, como el que luchó con Jacob toda una santa noche hasta que se alzó la alborada; hay ángeles de cuartel, como ese capitán de la milicia de Dios que a Josué le salió al encuentro; hay ángeles que amenazan ciudades y otros que son como baquianos en la soledad; hay dos millares de miles de ángeles en los belicosos carros de Dios. Pero el angelario o arsenal de ángeles mejor abastecido es la Revelación de San Juan: allí están los ángeles fuertes, los que debelan el dragón, los que pisan las cuatro esquinas de la Tierra para que no se vuele, los que cambian en sangre una tercera parte del mar, los que vendimian los racimos y echan la vendimia en el lagar de la ira de Dios, los que son herramientas de ira, los que están amarrados en el Eufrates y son desatados como tormentas, los que son algarabía de águila y de hombre.
El Islam sabe asimismo de ángeles. Los musulmanes de El Cairo viven desaparecidos por ángeles, casi anegado el mundo real en el mundo angélico, ya que, según Eduardo Guillermo Lane, a cada seguidor del profeta le reparten dos ángeles de la guarda o cinco, o sesenta, o ciento sesenta.
La Jerarquía Celestial atribuida con error al converso griego Dionisio y compuesta en los alrededores del siglo v de nuestra era, es un documentadísimo escalafón del orden angélico y distingue, por ejemplo, entre los querubim y los serafim, adjudicando a los primeros la perfecta y colmada y rebosante visión de Dios y a los segundos el ascender eternamente hacia Él, con un gesto a la vez extático y tembloroso, como de llamaradas que suben. Mil doscientos años después, Alejandro Pope, arquetipo de poeta docto, recordaría esa distinción al trazar su famosa línea:
As the rapt seraph, that adores and burns
[Absorto serafín que adora y arde]
Los teólogos, admirables de intelectualismo, no se arredraron ante los ángeles y procuraron penetrar a fuerza de razón en ese mundo de soñaciones y de alas. No era llana la empresa, ya que se trataba de definirlos como a seres superiores al hombre, pero obligatoriamente inferiores a la divinidad. Rothe, teólogo especulativo alemán, registra numerosos ejemplos de ese tira y afloja de la dialéctica. Su lista de los atributos angelicales es digna de meditación. Estos atributos incluyen la fuerza intelectual, el libre albedrío, la inmaterialidad (apta, sin embargo, para unirse accidentalmente con la materia), la inespacialidad (el no llenar ningún espacio ni poder ser encerrados por él), la duración perdurable, con principio pero sin fin; la invisibilidad y hasta la inmutabilidad, atributo que los hospeda en lo eterno. En cuanto a las facultades que ejercen, se les concede la suma agilidad, el poder conversar entre ellos inmediatamente sin apelar a palabras ni a signos y el obrar cosas maravillosas, no milagrosas. Verbigracia, no pueden crear de la nada ni resucitar a los muertos. Como se ve, la zona angélica que media entre los hombres y Dios está legisladísima.
También los cabalistas usaron de ángeles. El doctor Erich Bischoff, en su libro alemán intitulado Los elementos de la cábala y publicado el año veinte en Berlín, enumera los diez sefiroth o emanaciones eternas de la divinidad, y hace corresponder a cada una de ellas una región del cielo, uno de los nombres de Dios, un mandamiento del decálogo, una parte del cuerpo humano y una laya de ángeles. Stehelin, en su Literatura rabínica, liga las diez primeras letras del alefato o abecedario de los hebreos a esos diez altísimos mundos. Así la letra alef mira al cerebro, al primer mandamiento, al cielo del fuego, al nombre divino Soy El Que Soy y a los serafines llamados Bestias Sagradas. Es evidente que se equivocan de medio a medio los que acusan a los cabalistas de vaguedad. Fueron más bien fanáticos de la razón y pergeñaron un mundo hecho de endiosamiento por entregas que era, sin embargo, tan riguroso y tan causalizado como el que ahora sentimos.
Tanta bandada de ángeles no pudo menos que entremeterse en las letras. Los ejemplos son incansables. En el soneto de don Juan de Jáuregui a San Ignacio, el ángel guarda su fortaleza bíblica, su peleadora seriedad:
Ved sobre el mar, porque su golfo encienda
el ángel fuerte, de pureza armado.
Para don Luis de Góngora, el ángel es un adornito valioso, apto para halagar señoras y niñas:
¿Cuándo será aquel día que por yerro
oh, Serafín, desates, bien nacido,
con manos de Cristal nudos de Hierro?
En uno de los sonetos de Lope, he dado con esta agradable metáfora muy siglo veinte:
Cuelgan racimos de ángeles.
De Juan Ramón Jiménez son estos ángeles con olor a campo:
Vagos ángeles malvas
apagaban las verdes estrellas.
Ya estamos orillando el casi milagro que es la verdadera motivación de este escrito: lo que podríamos denominar la supervivencia del ángel. La imaginación de los hombres ha figurado tandas de monstruos (tritones, hipogrifos, quimeras, serpientes de mar, unicornios, diablos, dragones, lobizones, cíclopes, faunos, basiliscos, semidioses, leviatanes y otros que son caterva) y todos ellos han desaparecido, salvo los ángeles. ¿Qué verso de hoy se atrevería a mentar el fénix o a ser paseo de un centauro? Ninguno; pero a cualquier poesía, por moderna que sea, no le desplace ser nidal de ángeles y resplandecerse con ellos. Yo me los imagino siempre al anochecer, en la tardecita de los arrabales o de los descampados, en ese largo y quieto instante en que se van quedando solas las cosas a espaldas del ocaso y en que los colores distintos parecen recuerdos o presentimientos de otros colores. No hay que gastarlos mucho a los ángeles; son las divinidades últimas que hospedamos y a lo mejor se vuelan.


En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House




Imagen arriba: Casa donde vivió Jorge Luis Borges en Ginebra (Suiza),
en el número 28 de la Grande Rue Vía


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